No fue gran sorpresa el fracaso de dios.
Yo no me pregunto por qué nunca apareció
en su trono celestial
que le cuidamos tanto como fieles centinelas.
Pero nunca llegó.
Como consecuencia de su ausencia
surge mi obsesión
por sumergir mi cabeza
en un distante eón.
Aprendí a ver, sin restricción de tiempo,
la decadencia y caída de la materia,
la rítmica respiración de toda energía y forma
en su catastrófica resurrección.
Me dediqué a estudiar los abismos
y las coincidencias.
Vi cuando un minúsculo electrón
se estrellaba contra el verbo más común,
o cuando las olas del pensamiento
iban reventando contra un horizonte de proteína,
aun escucho el murmullo de los nervios
que reverberan tras la explosión de un sol senil.
Ahora la vida humana no vale mucho,
siendo un invisible trazo que se une
a una repercusión infinita.
Mi acto es participar
en la hermandad del átomo;
yacer en la tierra
junto a la ceniza de un sol expirado
contemplando un espiral enorme
clavarse en el universo.
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