La vigilia de los días se compenetra con el letargo de las noches. Somos criaturas que inventamos nuestra realidad. Construimos elaboradas ficciones como una imperturbable Historia del Mundo. En ardorosa adicción caímos frente la autoridad de nuestras convicciones. Nos afligimos por la deleznable calidad de nuestra existencia, morimos un poco con el ocaso de cada experiencia. Ignoramos la relatividad de nuestras creencias y la monstruosidad de nuestros prejuicios. Vivir es conocer este juego, esta chispa que brevemente ilumina la insondable oscuridad y luego regresa a la fuente de su origen.
Miremos sin miedo la condición en que vivimos. Somos pequeñas vibraciones en la inagotable turbulencia del oceánico universo. Si pudiéramos ver la evolución cósmica de catorce mil millones de años en un minuto, podaríamos ver las estrellas nacer y morir como lucecitas en un campo colmado de luciérnagas, un movimiento hipnótico como el del agua, una transformación perpetua sin destino previsto ni lamentaciones innecesarias, un baile alternado por luz, vació y tinieblas. ¿Seremos la culminación de tal proceso? Somos parte indiscutible de él pero no esencial. Nuestro heredado antropocentrismo nos hace resistir tales posibilidades.
El recorrido de nuestra especie es fugaz e inasible. Nuestras alegrías y penas se concentran en este pequeño glóbulo de piedra, metal y fuego. Tenemos una pasajera oportunidad para cultivar un asombro por nuestra milagrosa y contingente existencia, retar siglos de timidez especulativa que consideran al humano, con este cuerpo simiesco, como el único ente vivo capaz de inteligencia y de satisfacer el propósito del cosmos.
¡Se vive con la colgante certeza sobre nuestras cabezas de una realidad impermanente e insubstancial! ¿Acaso no vivimos en nuestros sueños con vehemente convencimiento de que enfrentamos verdaderamente esas situaciones ilusorias, nos llenamos de terror cuando no podemos correr en casos de urgencia o regocijamos en el encuentro con seres queridos muertos — no es nuestra convicción en la vigilia la misma cuando transcurrimos por los días en miedo o felicidad por las revelaciones del mundo? ¿Qué medida tenemos para considerar uno más real que el otro? La memoria nos insinúa constancia en nuestro mundo dominante de vela y tal vez tenga razón. Pero cuando cerramos los ojos en terminante cansancio, este mundo despierto se desvanece en negro olvido.
Lo cierto (? juzguen Uds) es que nuestras transitorias experiencias son capaz de transportarnos a realidades no cotidianas. A un plano de consuelo donde todas las cosas bellas que evocan la inspiración y la admiración deben también morir, pero en su muerte se resucita otra belleza: la constante transformación.